Rubén Bonifaz Nuño
Selección de Bulmaro Reyes Coria
La muerte del ángel, 5
Lo mejor de mí mismo lo construye
mi deseo de ti. Ven, poesía,
y déjame contigo la alegría
y el color que tu mano distribuye.
Breve, mortal, mi sangre disminuye
bajo tu clara imagen; desvaría
mi mano sobre ti; hay poesía
que crece de mi boca y se destruye.
Muere el ángel. Su cuerpo se hace oscuro
y se vuelve de tierra florecida
para nacer después, sereno y duro.
Canto. Mi sangre viene amanecida.
Toda mi voz se vuelve hacia el futuro
y tengo en mí la llama de tu vida.
©Daniel Kent
Estudios, Sonetos a la Sulamita, V
¡Ay, cuán hermosa tú eres, amiga!
Eres la palma, y racimos tus pechos
entre los cuales con nudos estrechos
tierno el afán de tus brazos me liga.
Cante mi amor y su canto te siga,
busque en tu oído nostálgicos lechos
mientras del aire los lazos deshechos
mecen el claro rumor de la espiga.
Tú que me hieres de acerbos temores,
tal de guerreros escuadra terrible,
tórtola blanda serás en amores.
Cuando, en la calma del huerto cercano,
mansa mi voz tu quietud apacible
quiebre, a la sombra frutal del manzano.
Poemas de amor, Ofrecimiento romántico, VI
Alguna vez te alcanzará el sonido
de mi apagado nombre, y nuevamente
algo en tu ser me sentirá presente:
mas no tu corazón; sólo tu oído.
Una pausa en la música sin ruido
de tu luz ignorada, inútilmente
ha de querer salvar mi afán doliente
de la amorosa cárcel de tu olvido.
Ningún recuerdo quedará en tu vida
de lo que fuera breve semejanza
de tu sueño y mi nombre y la belleza.
Porque en tu amor no alentará la herida
sino la cicatriz, y tu esperanza
no querrá saber más de mi tristeza.
Poemas de amor, Canto del afán amoroso, 18
Tú das la vista a mis pupilas ciegas
y a mi voz la ternura que te nombra;
amor, cuánta amargura, cuánta sombra
se destruye en la luz en que me anegas.
En hoces claras a mi pecho llegas
y la esperanza al corazón asombra,
por ti la mano del olvido escombra
los restos tristes del dolor que siegas.
Por ti vencido, el peso de la angustia
inútilmente ya su fuerza mustia
contra tus simples luces abre inerte.
Amor, ardiente lámpara en la oscura
Soledad, segador de la amargura.
Está lejano el miedo de perderte.
Poemas de amor, Ofrecimiento romántico, VII
Con la angustia del cáliz no maduro
que el tallo ve morir que lo suspende,
su parva lumbre el corazón enciende
en medio de la paz del aire oscuro.
Todo es muerte, ceniza, hielo duro,
amarga soledad que no comprende,
y un desolado amor que a ti se tiende
como hiedra de sombra junto al muro.
Permanece la luz triste y ajena
cuando mi voz te busca en el recuerdo
—ay, tan lejano ya— de tu alegría.
Que en este mudo afán que me encadena
no te tuve jamás; pero te pierdo
como si hubieras sido siempre mía.
1951
©Daniel Kent
Tres poemas de antes, Acaso una palabra, 3
Te lo habrán dicho ya: que nadie muere
de ausencia, que se olvida, que un lamento
se repara con otro, y es el viento
o la raya en el agua que se hiere.
Y esta sed miserable que no quiere
perderte, acabará; y el pensamiento
por tanto tiempo tuyo, en un momento;
aunque hoy se aferre y grite y desespere.
Si todo se ha de ir, ¿Por qué llegaste?
¿Por qué si no me quieres, me has querido?
¿Me has curado tan sólo para herirme?
Así fue; te tuviste y me dejaste;
nada me quedará: te he recibido
no más que para verte y despedirme.
Los demonios y los días, 38
¿Cuál es la mujer que recordamos
al mirar los pechos de la vecina
de camión; a quién espera el hueco
lugar que está al lado nuestro, en el cine?
¿A quién pertenece el oído
que oirá la palabra más escondida
que somos, de quién es la cabeza
que a nuestro costado nace entre sueños?
Hay veces que ya no puedo con tanta
tristeza, y entonces te recuerdo.
Pero no eres tú. Nacieron cansados
nuestro largo amor y nuestros breves
amores; los cuatro besos y las cuatro
citas que tuvimos. Estamos tristes.
Juntos inventamos un concierto
para desventura y orquesta, y fuimos
a escucharlo serios, solemnes,
y nada entendimos. Estamos solos.
Tú nunca sabrás, estoy cierto,
que escribí estos versos para ti sola;
pero en ti pensé al hacerlos. Son tuyos.
Ustedes perdonen. Por un momento
olvidé con quién estaba hablando.
Y no sentí el golpe de mi ventana
al cerrarse. Estaba en otra parte.